Patricio Valdés Marín
La importancia de
Jesús en la historia humana se resume en que, primero, él anunció a los seres
humanos la existencia de un reino de Dios y, segundo, por su intermedio Dios
invitó a todos los seres humanos a pertenecer a este Reino mediando una
conversión de sus corazones.
Jesús de Nazaret es el hito más importante de la historia de
la humanidad. Su importancia no le viene por el hecho de que el calendario
enumera los años a partir de su nacimiento. Tampoco su importancia le viene
por la doble atribución que algunos de sus seguidores le dieron de profeta y
Mesías. Sin embargo, ambos conceptos, profeta y Mesías, no se le pueden aplicar
con total propiedad. Como profeta, él sería el último de una larga lista en la
tradición hebraica que comienza con Abraham. Podría ser que profeta sea una
persona que de alguna manera en absoluto no clara dice lo que dice por una
suerte de inspiración divina, y se dirige, no hacia la conversión personal,
como fue la enseñanza de Jesús, sino que hacia una colectividad para exigirle que pida perdón o
para anunciarle el castigo divino. Por su parte, el concepto Mesías, traducido
al griego por Cristo, que significa el ungido de Dios, tampoco le es aplicable
si suponemos que el ungimiento es para conducir victoriosos ejércitos y
establecer reinos terrenos. Específicamente, como ha sido ya reiteradamente
señalado por innumerables autores, en tanto Mesías, Jesús fue un estruendoso
fracaso en la historia judía. Fue crucificado y años después Jerusalén fue
completamente devastada por los romanos. Sus seguidores mesiánicos supusieron
que Jesús debía volver una segunda vez, ahora en gloria y majestad, para terminar
lo que consideraron su inconclusa obra.
La importancia de Jesús en la historia humana se resume en
que, primero, él anunció a los seres humanos la existencia de un reino de Dios
y, segundo, por su medio Dios invitó a todos los seres humanos a pertenecer a
dicho reino. En Marcos podemos encontrar el meollo de este mensaje: “El tiempo
se ha cumplido, el reino de Dios está cerca. Cambien sus corazones y crean en
la buena nueva”. En el medio judío de su época el ‘tiempo que se ha cumplido’
es escatológico, y de ningún modo puede ser considerado como apocalíptico. El Evangelio de Jesús se centra en unos tres
temas: 1º Opuesto a la concepción del Yahvé castigador de los israelitas, Jesús
afirma que Dios es tan bueno y misericordioso que lo llama Padre. 2º Pide a sus
seguidores vincularse en el amor y que incluso amen a sus enemigos. 3º Anuncia
que existe un Reino de vida eterna y plena, al que todos están invitados y se
accede aceptando la invitación y convirtiendo su corazón. Jesús había proclamado un revolucionario
mensaje de amor y fe, de acción y contemplación, de libertad y alabanza, de
sacrificio y esperanza, de afirmación y humildad, de acción y piedad,
proclamando la misericordia divina para los humildes de corazón y pregonando el
reino del Dios en el “más allá”. El punto que se debe discutir es ¿cómo Jesús
conoció este mensaje?
La verdadera comprensión de este mensaje tuvo lugar, no en
vida de Jesús, sino que con su muerte y “resurrección”. Más que resurrección de
su cuerpo físico, debe pensarse más bien en una aparición espectral o una
gloriosa proyección y prolongación de su espíritu después de su muerte
biológica. La resurrección de Jesús no fue como la de Lázaro, cuyo cuerpo
volvió a la vida, según el relato evangélico. A los ojos de sus discípulos,
imbuidos en los mitos del Cercano Oriente de la época, la resurrección del
cuerpo formaba parte de aquella mitología. El significado que se le puede dar a
la muerte en la cruz de Jesús puede ser el haber puesto a la prueba de sus
discípulos su mensaje acerca del reino de Dios. Su resurrección fue la
ratificación de la certeza de su enseñanza. Como lo relata el libro Hechos de los Apóstoles, la persona real
de Jesús se manifestó en varias ocasiones a sus discípulos, lo que confirmó sus
enseñanzas respecto al Dios transcendente y su reino de los Cielos. Si Jesús no
hubiera aparecido ante sus discípulos, la verdad sobre Dios y su Reino no
habría sido posiblemente aceptada ni tampoco proclamada y transmitida.
Siendo una verdad que no nos viene por la experiencia
sensible, sino del testimonio, no requiere de la crítica intelectual, sino que
de la fe. A sus discípulos bastó ver a Jesús resucitado para comprender su
evangelio. En cambio, sus seguidores de generaciones posteriores necesitaron probablemente
elevar a Jesús a la categoría de Dios para que hubiera una autoridad
suficientemente grande que respaldara la fe en el reino de Dios. Lo que ocurrió
en definitiva es que no sólo el mensaje de Jesús se diluyó, haciéndose confuso,
sino que resulta muy difícil para nuestros contemporáneos tener que aceptar la
divinidad de Jesús. Lo que es peor, en este mundo que los humanos construyen
para independizarse de las adversas fuerzas naturales y vivir en felicidad se
ha perdido la fuerza de su mensaje.
La afirmación que exista una verdad revelada por Dios, que
se da naturalmente en pueblos arcaicos, no tiene sustento. Si una verdad es una
proposición intelectual que tiene correspondencia con alguna cosa o situación
de la realidad, entonces no existe ninguna proposición que Dios nos haya
enseñado. Dios es silencioso y solo se manifiesta a través de las leyes
naturales que Él instituyó. La verdad sobre cualquier materia es un logro
humano; las verdades han ido surgiendo penosamente en el curso de la historia
desde los albores de la humanidad, y se han ido perpetuando a través de la
cultura y sus instrumentos. Solo mentes arcaicas utilizan el concepto de
revelación para apoyar sus creencias y sostener el consecuente dominio sobre
los demás. Es el recurso que san Pablo utilizó para hacer valer sus propias
elucubraciones. El mito, que es un recurso fácil para interpretar las
complejidades de la realidad, se encarga de empañar y oscurecer la verdad. La Biblia no es verdad
revelada, como tampoco los Evangelios que se remiten a intentar describir la
obra y enseñanzas de Jesús durante sus tres años de vida pública según lo que
se recordaba y se transmitía de él por sus seguidores, algunas décadas de su
muerte en la cruz, cuando fueron escritos. En la actualidad todos sabemos que el
modo humano de conocer es exclusivamente por la experiencia, lo cual rechaza
cualquier tipo de inspiración y sabiduría infundida o revelada, y la certeza se
obtiene empíricamente. Sin embargo, sólo una verdad cae en el ámbito de la
revelación divina, si así se puede decir, y es la que Jesús dijo acerca del
reino de Dios. Él nos habló con parábolas para referirse a esta verdad, pues
relataba una realidad no sólo desconocida, sino que enteramente inasible, sobre
la cual no existen experiencias, y el intelecto humano no tiene la capacidad de
comprensión.
No existe relato objetivo alguno en favor de la verdad del
mensaje de Jesús que no sea una actitud circunstancial de sus discípulos, y que
se encuentra en el relato evangélico de la pasión y muerte de Jesús. En efecto,
después de la aprehensión de Jesús en el Bosque de los olivos sus discípulos
huyeron despavoridos. Ni siquiera asomaron sus narices por los alrededores del
Calvario, y Pedro lo negó tres veces. No sólo querían salvar su pellejo de la
represión que podía desencadenarse, sino que dieron todo por perdido al
concluir ellos que la misión de Jesús había fracasado completamente, imbuidos
como estaban en el mesianismo prevaleciente. Pero estos mismos seres tan
aterrorizados se tornaron audaces y valientes después de que pudieron ver y
hasta tocar a Jesús resucitado, y se volvieron deseosos de propagar el mensaje
de Jesús, incluso hasta el total sacrificio personal.
Es probable que no fuera el mero hecho de la resurrección el
que provocara tan radical cambio de actitud, pues en ese medio cultural de
acontecimientos insólitos e inexplicables, el volver a la vida después de
muerto no habría sido considerado como algo tan extraordinario. A diferencia de
la resurrección de Lázaro, lo que los alteró tanto en su modo de ver las cosas
fue observar que Jesús hubiera resucitado en forma gloriosa, indicando que no
se volvía a la vida del mismo modo como se había vivido, sino que se pasaba a
un estado de existencia plena y eterna en la gloria de Dios. La significación
de este hecho era que ese estado sería el que adquiriría todo aquél que tuviera
fe en Dios con la aceptación de su invitación, y creyera y practicara su
mensaje. A sus discípulos les fue posible ahora concluir que esta posibilidad
de existencia era muy superior a las promesas mesiánicas.
En este punto vale preguntarse primeramente cómo Jesús
conocía lo que enseñaba, que no fueran meras farsas como la de tantos
embaucadores a través de la historia. Según mi opinión Jesús no necesitó ser
Dios ni ser considerado como Dios para hablar del reino de Dios, sino haber
combinado dos tipos de experiencias parapsicológicas que en los últimos años
han tenido amplia difusión en Internet (ver final del libro). Tanto Nuestra
tesis es tan sencilla como acientífica: Jesús pudo haber tenido conocimiento de
Dios y su Reino a través tanto de la experiencia fuera del cuerpo (EFC) o
“desdoblamiento astral” como de la experiencia cercana a la muerte (ECM), que
pudieron ser combinadas por Jesús para conocer en vida el reino de Dios. El
único conocimiento más allá de la experiencia sensible es el raro don del
conocimiento parapsicológico, que es un fenómeno que no está en la capacidad de
la ciencia poder validar. Si supusiéramos que la revelación divina a personajes
bíblicos como Abraham, Moisés y profetas israelitas y de otras religiones son
tan solo leyendas, ya que si Dios se manifestara más allá de su forma de actuar
a través de las leyes naturales, no lo haría de manera tan antropomórfica ni a
través de milagros, que serían rupturas arbitrarias del orden divino, y
sostuviéramos además que las EFC/ECM son efectivamente fenómenos reales que
traspasan nuestro universo material, podríamos avanzar una teoría sobre el
origen las enseñanzas de Jesús que están relacionadas con lo divino. Esta
teoría de lo paranormal o parapsicológico señalaría que Jesús tuvo EFC/ECM que
lo llevaron incluso a través del “viaje por el túnel” hasta experimentar la luz
y conocer la bondad y misericordia divina y su reino de amor y plenitud, para
luego retornar al mundo. Sería una forma razonable para explicar la verdad de
su Evangelio, aunque de ninguna manera sería científica, ya que la ciencia no
reconoce lo paranormal como objeto de su estudio por no pertenecer al mundo
sensible.
Dios y su Reino
Jesús no predicó ni a Dios ni a sí mismo, sino que predicó
el reino de Dios para decir dónde y cómo los seres humanos podemos encontrar a
Dios, que es lo mismo que decir dónde y cuándo encontrar el sentido y el
destino de la vida. Como vimos, él nos habló en parábolas para referirse a esta
verdad, pues relataba una realidad no sólo desconocida, sino que enteramente
inasible, sobre la cual no existen experiencias, y el intelecto humano no tiene
la capacidad de comprensión. En definitiva la importancia de Jesús se resume en
que, primero, él describió a Dios, no como un ser castigador, vengativo,
irascible, sino que como un padre bondadoso, misericordioso y amoroso, y
segundo, anunció a los seres humanos la existencia de un reino de Dios,
invitando por su medio a todos los seres humanos a pertenecer a este Reino.
Desde el punto de vista de la evolución del universo y de la evolución
biológica el destino de los seres humanos era morir después de vivir, tal como
ocurre con todos los animales, terminando definitiva, irreversible y
radicalmente sus existencias. Dios, a través del anuncio de Jesús, quiso
regalar una existencia plena y eterna a quienes adquirieran la capacidad de
reconocerlo, glorificarlo y ser consecuentes con ello.
Según se podría entender este difícil concepto, reino de
Dios significaría que existe un “ámbito” para “existir” en la “cercanía” de
Dios. Dios invita a toda persona a esta existencia, y una persona entra al
Reino si desde su conciencia profunda acepta la invitación y se transforma. La
implicancia es que Dios se constituiría en el centro de interés y en la
finalidad última de la acción intencional de la persona; el sentido de la vida
de una persona se haría pleno aceptando el llamado de Dios para pertenecer a su
Reino. Jesús predicó que el Reino es de Dios y que una persona, al aceptar
libremente la invitación divina, ingresaría al Reino ya en su vida terrenal. En
esta perspectiva, al centrar la existencia personal en Dios, siguiendo el
modelo de vida de Jesús, un ser humano establecería una relación de justicia yamor
con los seres humanos y de comprensión y respeto con la creación. De Dios Jesús
nos dijo sólo que es un padre siempre bondadoso y misericordioso que está
siempre preocupado de cada uno de nosotros con un amor sin límites. Definitivamente,
la idea de Dios que Jesús nos transmitió no es la del Yahvéh castigador de los
judíos.
La noción tradicional acerca del mesianismo hizo confundir
la noción de reino de Dios, confiriendo a Jesús una misión ajena a su
intención. De ahí que se llegara al absurdo de suponer que la misión de Jesús,
investido por s.an Pablo como el Cristo, fuera para establecer el orden divino
en el mundo distinto de las leyes naturales, suponiendo que la redención se
puede aplicar al orden social para establecer la paz, la justicia y la
solidaridad y eso llamarlo ‘reino’ de Dios; y al no producirse dicha redención
en la vida de Jesucristo, de esperar también su Segunda Venida en gloria y
majestad. También la teología de la liberación es un absurdo, ya que supone que
debe existir una base material mínima para la comprensión del evangelio y su
conversión.
Por el contrario, el Evangelio no promete paz en la Tierra , tampoco el
derrumbamiento y reemplazo de los sistemas de poder por un nuevo orden social
de justicia. Tal objetivo lo prometía el mesianismo judío por el cual el pueblo
de Israel impondría su justicia sobre las otras naciones. En cambio, el reino
de Dios es el lugar de los justos. Pero no lo es de los justos y los pecadores
(Mt.19, 27-29). Jesús no murió por la redención de los hombres en cuanto
pueblo. Su prédica en torno al amor al prójimo no tuvo por objetivo hacer
buenos ciudadanos, sino establecer que mi hermano también ha sido invitado al
reino de Dios y mi deber es asistirlo, sea cual sea su situación. No estuvo en
la intención de Jesús legislar para hacer una sociedad más justa. Tal cosa
debiera ocurrir como consecuencia natural si los ciudadanos son seguidores de
las enseñanzas de Jesús, ya que centrar la vida en Dios produce un cambio
radical en una persona (que usualmente centra su vida en su propia
supervivencia), posibilitando la apertura hacia el bien del prójimo y el
respeto hacia la naturaleza. El llamado de Jesús se aplica a la capacidad de
estructuración, no de la sociedad ni de algún pueblo determinado, sino de la
persona individual, y como consecuencia es posible lograr una sociedad más
justa. La conciencia de los derechos humanos y la democracia ha surgido sin
duda alguna de las ideas y la práctica del evangelio. Sólo en este sentido el
mesianismo de Jesús tiene significación y sólo así puede él ser llamado el
Cristo.
Esta estructuración de la persona no la transforma en un ser
superior, elegido o señalado por Dios, como supondría un creyente en la
predestinación, o incluso un fariseo, sino que constituye simplemente el ropaje
moral con el que una persona se debe revestir para ser aceptable por Dios, y
este ropaje es de humildad y pureza. Nuestra experiencia y nuestra razón no nos
entregan algún antecedente para referirnos a una existencia fuera de nuestro
universo. Sin embargo, eso es precisamente lo que se puede derivar de la
lectura del Evangelio acerca del reino de Dios.
Es posible pensar que la idea de participar del reino de
Dios significa que sería posible que una persona pueda vencer a la muerte para
siempre. Considerando que la mismidad no puede subsistir por sí misma,
adquiriría una existencia dependiente del poder de Dios. La persona entraría en
una existencia “gloriosa”, de completa autonomía e independencia respecto a las
necesidades físicas y biológicas y de nuestro universo espacio-temporal. Esto
es, una persona no continuaría su existencia en un lugar, ni tampoco
subsistiría por una eternidad, pues estas son categorías propias de un universo
en el cual funcionan los principios de la termodinámica y cuya relación de
causa-efecto se manifiesta en el tiempo y el espacio. La vida gloriosa no
vendría tras una resurrección de entre los muertos. Tal concepción proviene del
pensamiento griego de considerar al ser humano como un compuesto de alma y
cuerpo, y donde la muerte es una separación temporal de ambos componentes hasta
su lógica y eventual reunificación mediante la resurrección.
Jesús habría sido el hombre señalado por Dios para proclamar
un mensaje: todo ser humano, criatura racional, ha sido invitado por Dios para
compartir su gloria en una existencia eterna y trascendente; además, esta
existencia puede comenzar de manera embrionaria aquí y ahora. Su atributo de
Mesías no puede ser el concepto fuerte que tenían los judíos de ser un
liberador del pueblo de Israel. Sería más bien un Mesías que porta un mensaje
de liberación de la muerte al hombre y la mujer de fe, al justo, al humilde, al
caritativo, de cualquier época, raza, credo, lugar, para ser acogido en el
reino de Dios. En este sentido, las distinciones excluyentes que hacen las
grandes religiones (cristianos-paganos; judíos-gentiles; musulmanes-infieles)
son contrarias al llamado divino.
Los textos más importantes del Nuevo Testamento son los evangelios
sinópticos, y lo central en ellos es la idea de reino de Dios. Jesús explicaba
en parábolas y todas ellas, sin excepción se refieren al reino de Dios, aunque
no se exprese explícitamente. El reino de Dios tiene que ver con la vida y la
libertad de los seres humanos. Precisamente, de esta enseñanza proviene el
desarrollo conceptual de los derechos humanos en el ámbito político. Este
mensaje está dirigido a los pobres, los indignos, los hambrientos, los
enfermos, los desvalidos, los sometidos, los que sufren. La prédica de Jesús
dignifica a los seres humanos y les confiere sentido pleno a sus vidas, y
responde siempre a los anhelos humanos más profundos. Promete una existencia
eterna en plenitud, siendo la muerte y el sufrimiento un paso necesario para
ésta. El reino de Dios se hace presente en esta vida, no mejorando las
condiciones de vida, sino que asumiendo estas condiciones, aunque sean
extremadamente duras y precarias; da sentido y significado al ofrecer la
paternidad divina al desvalido y prometer la vida eterna en el Paraíso. El
reino de Dios se hace presente en la vida de la persona cuando ésta acepta su
propia realidad y su propia herencia de ser una criatura sujeta a la naturaleza
del universo. El reino de Dios puede estar en la persona más desvalida,
miserable, agobiada, desprotegida, rechazada, fracasada y sufriente. De hecho,
es más probable que esta persona tienda su mirada a Dios para su salvación.
El objeto de lo transcendente
El destinatario del mensaje de Jesús es el pequeño, el
humilde. Ciertamente, quien llega a salvarse es quien tiene un corazón humilde
y puro, se considera a sí mismo pequeño frente a Dios y posee la ingenuidad
propia del niño para relacionarse con Dios. Pero, lo que finalmente distingue a
Jesús de toda la tradición veterotestamentaria es que su prédica no se dirige a
pueblos, como fue el caso de Isaías, Ezequiel, Elías y los demás profetas, sino
que directamente a personas individuales. De ahí que invita a todos los seres
humanos a participar del reino de Dios, apelando únicamente a la libertad
personal de cada cual. El Dios predicado por Jesús no es el objeto de la
mortificación, el sacrificio y la humillación, sino que es objeto de alegría
para los seres humanos, sintiendo enorme gozo y disfrute. No es un ser
justiciero, sino que es un padre amoroso. Jesús niega un Dios amenazador, que
rechaza al perdido, que recompensa según los méritos. El Dios de Jesús es
misericordioso y bondadoso como el mejor padre posible, siendo todos nosotros
hijos de Dios y hermanos de Jesús. El Dios de Jesús y el de los fariseos se
excluyen mutuamente. El mensaje es entendido por un ser humano individual
cuando se transforma en persona, es decir, ejerce acciones intencionales y
concibe lo transcendente. La persona se salva cuando se convierte personalmente
al mensaje. De ahí que invita a todos los seres humanos a participar del reino
de Dios, apelando únicamente a la libertad personal de cada cual.
Jesús habría sido el hombre señalado por Dios para proclamar
un mensaje: todo ser humano, criatura racional, ha sido invitado por Dios para
compartir su gloria en una existencia eterna y trascendente. La importancia de
Jesús en la historia fue el abrir la cerradura, de recurso divino, de la puerta
del reino de Dios a todos los seres humanos. La llave para la segunda cerradura
la debe fabricar cada cual por sí mismo. Esta llave es el amor: amor al
prójimo, amor a quien ofende, amor al enemigo, amor a sí mismo, amor filial,
amor paternal, amor conyugal, amor a la creación, amor a la verdad, amor a la
bondad. Todas estas acciones intencionales (libres y voluntarias), que se
oponen al egoísmo, reflejan el amor a Dios. El ser humano no es un ángel caído,
como supuso Pablo, sino que es el fruto sublime de la evolución del universo, y
tiene además un destino transcendente porque es capaz e amar.
Jesús confiere un justo valor a la persona humana, valor que
tradiciones de la teología eclesiástica, en especial la agustina, no da,
seguramente por la fidelidad al Antiguo Testamento. A partir de la necesidad
del pueblo de Israel de destacar el poder de su dios, se rebajó recíprocamente
el valor del ser humano hasta llegar a suponer que nada bueno puede emanar del
este ser tan perverso. Esta misma idea pasó a los Padres de la Iglesia , llegando a un
extremo con san Agustín. Este complejo personaje que tanta influencia ha tenido
en la historia de la Iglesia ,
para explicar la acción salvífica gratuita divina, supuso que el ser humano
está tan corrompido después del Pecado Original, que nada en él puede ameritar
o contribuir a su salvación.
Imbuidos en esta teología que supone que la humanidad es
intrínsecamente pecadora y perversa, y ha sido toda ella condenada por el
Pecado Original, existe una incomprensión absoluta de Jesús y su mensaje. Esta
teología no logra entender que Dios, a través del anuncio de Jesús, quiso
regalar una existencia plena y eterna a quienes decidieran reconocerlo,
glorificarlo y ser consecuentes con ello. Estas acciones humanas provienen
exclusivamente de su propia libertad y son necesariamente salvíficas, es decir,
que sin ellas una persona no se salva. Una acción glorificadora de Dios por
parte del ser humano debe necesariamente partir de su libertad personal y no de
una supuesta perversidad intrínseca, como supuso el obispo de Hipona. El hecho
de tener la capacidad para responder a la invitación divina, gratuita y
salvadora para participar del Reino de Dios se traduce en una acción libre y
también salvadora por parte del ser humano. Justamente, la negativa por parte
de alguna persona a la invitación al banquete que hace Dios es una acción que
emana de la libertad de la persona y no a su supuesta perversión. En la
salvación participan tanto Dios como la persona. Si la persona no responde o si
su respuesta es negativa, no hay salvación posible. La salvación significa
resurrección en la gloria de Dios, y este estado o transformación no es
automático, pues no está en la naturaleza del ser humano resucitar, siendo tan
solo un animal, aunque tenga capacidad para pensar racionalmente.
En consecuencia, el punto clave de las enseñanzas de Jesús
fue hacer accesible una nueva y maravillosa dimensión a los seres humanos, que
para la estructuración natural del universo es imposible: el acceso a la gloria
de Dios y el compartirla. Contrariamente a lo esperado por los judíos –la
salvación inmanente del pueblo elegido–, Jesús predicó la salvación personal y
trascendente a todos los seres humanos. Por lo tanto, el acento de la misión
de Jesús no debe colocarse en su mesianismo ni en su supuesta divinidad, pero
sí en la apertura de una transcendencia para las personas. Esta enseñanza es
plenamente evidente tras la lectura de los evangelios, los que deben leerse con
el mismo espíritu de un san Francisco de Asís, una santa Teresa de Ávila, una
Madre Teresa de Calcuta y de tantos otros venerables seres humanos que por su
misma humildad no ocupan lugares en los altares.
Es congruente la argumentación acerca de que el ser humano
es el vástago de una ascendente evolución biológica que adquirió la capacidad
para tener conciencia de sí y la posibilidad para estructurar una conciencia
profunda, desde la cual llega a percibir una trascendencia a la que puede
honrar, glorificar y desear. El sentido de su conocimiento y acción se vería
frustrado sin la intervención divina que le tendiera un puente. En efecto, la
vida natural de un ser humano transcurre, como la de cualquier otro animal, con
una mezcla de gozos y sufrimientos, de buena y mala fortuna, de logros y
fracasos, de heroísmo y cobardía, de buenas y malas acciones, pero en la que prima
el deseo de vivir. Sin duda, al término de su vida, haciendo un balance entre
lo positivo y lo negativo, un ser humano podría darse por satisfecho el haber
vivido, por muy miserable que haya sido su existencia. No obstante, según
entendemos el mensaje de Jesús, Dios quiso darle a cada ser humano, sin
excepción, la oportunidad de una existencia gloriosa y eterna, pero bajo dos
condiciones indispensables: primero, que lo desee y segundo, que lo amerite, es
decir, que convierta su existencia en justicia y bondad. Y el ameritarlo es una
consecuencia del desearlo responsablemente.
El ser humano no necesita de un alma, y menos de un alma
inmortal, para ser explicado biológicamente. En consecuencia, los sistemas de
pecado, infierno y dualismo de bien y mal no son sostenibles en esta
concepción. Por el contrario, las acciones humanas más naturales responden a la
satisfacción de sus necesidades de supervivencia y reproducción. Incluso toda
la economía, la ética y la política encauza dichas acciones desde la
perspectiva social. El mensaje de Jesús es una invitación a una “vida” en una
dimensión que transciende los parámetros propios del universo material de
espacio-tiempo. Jesús hace un llamado explícito a la persona para que se libere
del condicionamiento genético que la impulsa a actuar en procura de su propia
supervivencia. Afirmó: “Quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien
perdiera su vida por mí (en razón de mi enseñanza), la salvará”, y tal es la
clave de su mensaje, que es una invitación a una dimensión transcendente que
necesariamente se impone sobre el determinismo biológico que estimula al
individuo a actuar en procura únicamente de su supervivencia y reproducción.
La religión
La religión divide a las personas en dignos e indignos, en
respetables y miserables, en santos y pecadores. El dios de la religión
condena, amenaza y castiga. La religión genera incesantes enfrentamientos,
constituyendo a algunos en triunfadores y a otros en fracasados. Pero el reino
de Dios no es para intachables, sino que para los despreciables, pues los
intachables son esencialmente hipócritas que usan la religión para encubrir su
propio narcisismo. La religión establecida sentencia a Jesús a muerte porque
Jesús ataca la Ley
que mata y esclaviza. Es el poder establecido que ve peligrar su posición de
poder con las enseñanzas disolventes de Jesús. Jesús no muere en la cruz para
la remisión de los pecados de los seres humanos, como sacrificio propicio a
Dios, sino como consecuencia del contenido de un mensaje que remecía al poder
establecido.
El ser humano no necesita de un alma, y menos de un alma
inmortal, para ser explicado. En consecuencia, los sistemas de pecado,
infierno y dualismo de bien y mal, espíritu y materia no son sostenibles en
esta concepción. Por el contrario, las acciones humanas más naturales responden
a la satisfacción de sus necesidades de supervivencia y reproducción. Incluso
toda la ética encauza dichas acciones desde la perspectiva social. En cuanto la
religión tenga por finalidad la subsistencia del grupo social a través de
incentivar el cumplimiento de normas éticas, no responde precisamente a la
invitación de Jesús a cada persona. Jesús fue ajeno a tales objetivos, pues no
sólo la vida propuesta por él es una renuncia a la vida natural en cuanto se
oponga a su invitación, sino que la realización plena de su invitación ocurre
después de la muerte biológica de la persona. Jesús sería efectivamente el
Cristo, el ungido de Dios, y el Mesías, el salvador, pero no para la solucionar
nuestras dificultades de supervivencia y reproducción, ni menos la de la
subsistencia y el desarrollo de la estructura social, sino que para hacernos
accesible una vida que transciende nuestra propia vida natural. Toda persona,
incluso la de origen más humilde, la más miserable en fortuna, la más enferma y
limitada, es un invitado de honor al banquete de Dios. Según el evangelio los
ricos y poderosos son aquellos que más provecho obtienen del mundo, pero que
más dificultades tendrían para aceptar tal invitación.
La muerte de Jesús en la cruz no fue para redimirnos a causa
de la desobediencia de la primera pareja de seres humanos, según lo ha
interpretado tradicionalmente la
Iglesia a partir de Pablo. La salvación no es un estado de
existencia que se recupera a través del sacrificio del Cristo, el Dios
encarnado, en la cruz tras el pecado y posterior castigo de Adán y Eva. El ser
humano no fue creado perfecto, a imagen de Dios, ni posteriormente sufrió una
caída por la cual mereció la muerte y el sufrimiento para toda la descendencia.
Es probable que la pasión y la muerte de Cristo en la cruz tenga mucho menos
significado que el que se le ha dado desde Pablo: reeditar el antropológico
mito estereotípico sobre que en el origen del ser humano hubo un estado de
armonía y paz, que fue perdido por su propia acción, y que ese mismo estado
será recuperado al final.
La concepción a partir de lo que ha descubierto la ciencia
es radicalmente distinta, pues destruye el mito del eterno retorno. Por el
contrario, de lo descubierto se puede inferir una dirección a una mayor
estructuración a partir de un comienzo primordial simple. Debemos pensar que si
hubo un acto de redención en la cruz, se estaría indicando la voluntad divina
de hacer participar de su gloria eterna a este ser inteligente, con capacidad
para estructurar su conciencia y ejercer acciones morales, con posteridad a su
muerte biológica y siempre que tal ser sea justificado por dicha voluntad.
Jesús fue crucificado por la religión establecida, que procuraba la subsistencia
del grupo social y cuyos miembros buscaban la supervivencia y la reproducción,
porque él predicaba la renuncia de uno mismo para acceder al reino de Dios: “el
que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mc
8,34).
Notas:
Este ensayo, ubicado en http://unihum8g.blogspot.com/,
corresponde al Capítulo 3, “Jesús y lo transcendente”, del Libro VIII, La flecha de la vida (ref. http://unihum8.blogspot.com/).
Perfil del autor: www.blogger.com/profile/09033509316224019472