domingo, 21 de junio de 2015

Patricio Valdés Marín




La importancia de Jesús en la historia humana se resume en que, primero, él anunció a los seres humanos la existencia de un reino de Dios y, segundo, por su intermedio Dios invitó a todos los seres humanos a pertenecer a este Reino mediando una conversión de sus corazones.

Jesús de Nazaret es el hito más importante de la historia de la humanidad. Su importancia no le viene por el hecho de que el calendario enumera los años a partir de su naci­miento. Tampoco su importancia le viene por la doble atribución que algunos de sus seguidores le dieron de profeta y Mesías. Sin embargo, ambos conceptos, profeta y Mesías, no se le pueden aplicar con total propiedad. Como profeta, él sería el último de una larga lista en la tradición hebraica que comienza con Abraham. Podría ser que profeta sea una persona que de alguna manera en absoluto no clara dice lo que dice por una suerte de inspiración divina, y se dirige, no hacia la conversión personal, como fue la enseñanza de Jesús, sino que hacia una  colectividad para exigirle que pida perdón o para anunciarle el castigo divino. Por su parte, el concepto Mesías, traducido al griego por Cristo, que significa el ungido de Dios, tampoco le es aplicable si suponemos que el ungimiento es para conducir victoriosos ejérci­tos y establecer reinos terrenos. Específicamente, como ha sido ya reiteradamente señalado por innumerables autores, en tanto Mesías, Jesús fue un estruendoso fracaso en la historia judía. Fue crucificado y años después Jerusalén fue completamente devastada por los romanos. Sus seguidores mesiánicos supusieron que Jesús debía volver una segunda vez, ahora en gloria y majestad, para terminar lo que consideraron su inconclusa obra.

La importancia de Jesús en la historia humana se resume en que, primero, él anunció a los seres humanos la existencia de un reino de Dios y, segundo, por su medio Dios invitó a todos los seres humanos a pertenecer a dicho reino. En Marcos podemos encontrar el meollo de este mensaje: “El tiempo se ha cumplido, el reino de Dios está cerca. Cambien sus corazones y crean en la buena nueva”. En el medio judío de su época el ‘tiempo que se ha cumplido’ es escatológico, y de ningún modo puede ser considerado como apocalíptico.  El Evangelio de Jesús se centra en unos tres temas: 1º Opuesto a la concepción del Yahvé castigador de los israelitas, Jesús afirma que Dios es tan bueno y misericordioso que lo llama Padre. 2º Pide a sus seguidores vincularse en el amor y que incluso amen a sus enemigos. 3º Anuncia que existe un Reino de vida eterna y plena, al que todos están invitados y se accede aceptando la invitación y convirtiendo su corazón.  Jesús había proclamado un revolucionario mensaje de amor y fe, de acción y contemplación, de libertad y alabanza, de sacrificio y esperanza, de afirmación y humildad, de acción y piedad, proclamando la misericordia divina para los humildes de corazón y pregonando el reino del Dios en el “más allá”. El punto que se debe discutir es ¿cómo Jesús conoció este mensaje?

La verdadera comprensión de este mensaje tuvo lugar, no en vida de Jesús, sino que con su muerte y “resurrección”. Más que resurrección de su cuerpo físico, debe pensarse más bien en una aparición espectral o una gloriosa proyección y prolongación de su espíritu después de su muerte biológica. La resurrección de Jesús no fue como la de Lázaro, cuyo cuerpo volvió a la vida, según el relato evangélico. A los ojos de sus discípulos, imbuidos en los mitos del Cercano Oriente de la época, la resurrección del cuerpo formaba parte de aquella mitología. El significado que se le puede dar a la muerte en la cruz de Jesús puede ser el haber puesto a la prueba de sus discípulos su mensaje acerca del reino de Dios. Su resurrección fue la ratificación de la certeza de su enseñanza. Como lo relata el libro Hechos de los Apóstoles, la persona real de Jesús se manifestó en varias ocasiones a sus discípulos, lo que confirmó sus enseñanzas respecto al Dios transcendente y su reino de los Cielos. Si Jesús no hubiera aparecido ante sus discípulos, la verdad sobre Dios y su Reino no habría sido posiblemente aceptada ni tampoco proclamada y transmitida.

Siendo una verdad que no nos viene por la experiencia sensible, sino del testimonio, no requiere de la crítica intelectual, sino que de la fe. A sus discípulos bastó ver a Jesús resucitado para comprender su evangelio. En cambio, sus seguidores de generaciones posteriores necesitaron probablemente elevar a Jesús a la categoría de Dios para que hubiera una autoridad suficientemente grande que respaldara la fe en el reino de Dios. Lo que ocurrió en definitiva es que no sólo el mensaje de Jesús se diluyó, haciéndose confuso, sino que resulta muy difícil para nuestros contemporáneos tener que aceptar la divinidad de Jesús. Lo que es peor, en este mundo que los humanos construyen para independizarse de las adversas fuerzas naturales y vivir en felicidad se ha perdido la fuerza de su mensaje.

La afirmación que exista una verdad revelada por Dios, que se da naturalmente en pueblos arcaicos, no tiene sustento. Si una verdad es una proposición intelectual que tiene correspondencia con alguna cosa o situación de la realidad, entonces no existe ninguna proposición que Dios nos haya enseñado. Dios es silencioso y solo se manifiesta a través de las leyes naturales que Él instituyó. La verdad sobre cualquier materia es un logro humano; las verdades han ido surgiendo penosamente en el curso de la historia desde los albores de la humanidad, y se han ido perpetuando a través de la cultura y sus instrumentos. Solo mentes arcaicas utilizan el concepto de revelación para apoyar sus creencias y sostener el consecuente dominio sobre los demás. Es el recurso que san Pablo utilizó para hacer valer sus propias elucubraciones. El mito, que es un recurso fácil para interpretar las complejidades de la realidad, se encarga de empañar y oscurecer la verdad. La Biblia no es verdad revelada, como tampoco los Evangelios que se remiten a intentar describir la obra y enseñanzas de Jesús durante sus tres años de vida pública según lo que se recordaba y se transmitía de él por sus seguidores, algunas décadas de su muerte en la cruz, cuando fueron escritos. En la actualidad todos sabemos que el modo humano de conocer es exclusivamente por la experiencia, lo cual rechaza cualquier tipo de inspiración y sabiduría infundida o revelada, y la certeza se obtiene empíricamente. Sin embargo, sólo una verdad cae en el ámbito de la revelación divina, si así se puede decir, y es la que Jesús dijo acerca del reino de Dios. Él nos habló con parábolas para referirse a esta verdad, pues relataba una realidad no sólo desconocida, sino que enteramente inasible, sobre la cual no existen experiencias, y el intelecto humano no tiene la capacidad de comprensión.

No existe relato objetivo alguno en favor de la verdad del mensaje de Jesús que no sea una actitud circunstancial de sus discípulos, y que se encuentra en el relato evangélico de la pasión y muerte de Jesús. En efecto, después de la aprehensión de Jesús en el Bosque de los olivos sus discípulos huyeron despavoridos. Ni siquiera asomaron sus narices por los alrededores del Calvario, y Pedro lo negó tres veces. No sólo querían salvar su pellejo de la represión que podía desencadenarse, sino que dieron todo por perdido al concluir ellos que la misión de Jesús había fracasado completamente, imbuidos como estaban en el mesianismo prevaleciente. Pero estos mismos seres tan aterrorizados se tornaron audaces y valientes después de que pudieron ver y hasta tocar a Jesús resucitado, y se volvieron deseosos de propagar el mensaje de Jesús, incluso hasta el total sacrificio personal.

Es probable que no fuera el mero hecho de la resurrección el que provocara tan radical cambio de actitud, pues en ese medio cultural de acontecimientos insólitos e inexplicables, el volver a la vida después de muerto no habría sido considerado como algo tan extraordinario. A diferencia de la resurrección de Lázaro, lo que los alteró tanto en su modo de ver las cosas fue observar que Jesús hubiera resucitado en forma gloriosa, indicando que no se volvía a la vida del mismo modo como se había vivido, sino que se pasaba a un estado de existencia plena y eterna en la gloria de Dios. La significación de este hecho era que ese estado sería el que adquiriría todo aquél que tuviera fe en Dios con la aceptación de su invitación, y creyera y practicara su mensaje. A sus discípulos les fue posible ahora concluir que esta posibilidad de existencia era muy superior a las promesas mesiánicas.

En este punto vale preguntarse primeramente cómo Jesús conocía lo que enseñaba, que no fueran meras farsas como la de tantos embaucadores a través de la historia. Según mi opinión Jesús no necesitó ser Dios ni ser considerado como Dios para hablar del reino de Dios, sino haber combinado dos tipos de experiencias parapsicológicas que en los últimos años han tenido amplia difusión en Internet (ver final del libro). Tanto Nuestra tesis es tan sencilla como acientífica: Jesús pudo haber tenido conocimiento de Dios y su Reino a través tanto de la experiencia fuera del cuerpo (EFC) o “desdoblamiento astral” como de la experiencia cercana a la muerte (ECM), que pudieron ser combinadas por Jesús para conocer en vida el reino de Dios. El único conocimiento más allá de la experiencia sensible es el raro don del conocimiento parapsicológico, que es un fenómeno que no está en la capacidad de la ciencia poder validar. Si supusiéramos que la revelación divina a personajes bíblicos como Abraham, Moisés y profetas israelitas y de otras religiones son tan solo leyendas, ya que si Dios se manifestara más allá de su forma de actuar a través de las leyes naturales, no lo haría de manera tan antropomórfica ni a través de milagros, que serían rupturas arbitrarias del orden divino, y sostuviéramos además que las EFC/ECM son efectivamente fenómenos reales que traspasan nuestro universo material, podríamos avanzar una teoría sobre el origen las enseñanzas de Jesús que están relacionadas con lo divino. Esta teoría de lo paranormal o parapsicológico señalaría que Jesús tuvo EFC/ECM que lo llevaron incluso a través del “viaje por el túnel” hasta experimentar la luz y conocer la bondad y misericordia divina y su reino de amor y plenitud, para luego retornar al mundo. Sería una forma razonable para explicar la verdad de su Evangelio, aunque de ninguna manera sería científica, ya que la ciencia no reconoce lo paranormal como objeto de su estudio por no pertenecer al mundo sensible.


Dios y su Reino


Jesús no predicó ni a Dios ni a sí mismo, sino que predicó el reino de Dios para decir dónde y cómo los seres humanos podemos encontrar a Dios, que es lo mismo que decir dónde y cuándo encontrar el sentido y el destino de la vida. Como vimos, él nos habló en parábolas para referirse a esta verdad, pues relataba una realidad no sólo desconocida, sino que enteramente inasible, sobre la cual no existen experiencias, y el intelecto humano no tiene la capacidad de comprensión. En definitiva la importancia de Jesús se resume en que, primero, él describió a Dios, no como un ser castigador, vengativo, irascible, sino que como un padre bondadoso, misericordioso y amoroso, y segundo, anunció a los seres humanos la existencia de un reino de Dios, invitando por su medio a todos los seres humanos a pertenecer a este Reino. Desde el punto de vista de la evolución del universo y de la evolución biológica el destino de los seres humanos era morir después de vivir, tal como ocurre con todos los animales, terminando definitiva, irreversible y radicalmente sus existencias. Dios, a través del anuncio de Jesús, quiso regalar una existencia plena y eterna a quienes adquirieran la capacidad de reconocerlo, glorificarlo y ser consecuentes con ello.

Según se podría entender este difícil concepto, reino de Dios significaría que existe un “ámbito” para “existir” en la “cercanía” de Dios. Dios invita a toda persona a esta existencia, y una persona entra al Reino si desde su conciencia profunda acepta la invitación y se transforma. La implicancia es que Dios se constituiría en el centro de interés y en la finalidad última de la acción intencional de la persona; el sentido de la vida de una persona se haría pleno aceptando el llamado de Dios para pertenecer a su Reino. Jesús predicó que el Reino es de Dios y que una persona, al aceptar libremente la invitación divina, ingresaría al Reino ya en su vida terrenal. En esta perspectiva, al centrar la existencia personal en Dios, siguiendo el modelo de vida de Jesús, un ser humano establecería una relación de justicia yamor con los seres humanos y de comprensión y respeto con la creación. De Dios Jesús nos dijo sólo que es un padre siempre bondadoso y misericordioso que está siempre preocupado de cada uno de nosotros con un amor sin límites. Definitivamente, la idea de Dios que Jesús nos transmitió no es la del Yahvéh castigador de los judíos.

La noción tradicional acerca del mesianismo hizo confundir la noción de reino de Dios, confiriendo a Jesús una misión ajena a su intención. De ahí que se llegara al absurdo de suponer que la misión de Jesús, investido por s.an Pablo como el Cristo, fuera para establecer el orden divino en el mundo distinto de las leyes naturales, suponiendo que la redención se puede aplicar al orden social para establecer la paz, la justicia y la solidaridad y eso llamarlo ‘reino’ de Dios; y al no producirse dicha redención en la vida de Jesucristo, de esperar también su Segunda Venida en gloria y majestad. También la teología de la liberación es un absurdo, ya que supone que debe existir una base material mínima para la comprensión del evangelio y su conversión.

Por el contrario, el Evangelio no promete paz en la Tierra, tampoco el derrumbamiento y reemplazo de los sistemas de poder por un nuevo orden social de justicia. Tal objetivo lo prometía el mesianismo judío por el cual el pueblo de Israel impondría su justicia sobre las otras naciones. En cambio, el reino de Dios es el lugar de los justos. Pero no lo es de los justos y los pecadores (Mt.19, 27-29). Jesús no murió por la redención de los hombres en cuanto pueblo. Su prédica en torno al amor al prójimo no tuvo por objetivo hacer buenos ciudadanos, sino establecer que mi hermano también ha sido invitado al reino de Dios y mi deber es asistirlo, sea cual sea su situación. No estuvo en la intención de Jesús legislar para hacer una sociedad más justa. Tal cosa debiera ocurrir como consecuencia natural si los ciudadanos son seguidores de las enseñanzas de Jesús, ya que centrar la vida en Dios produce un cambio radical en una persona (que usualmente centra su vida en su propia supervivencia), posibilitando la apertura hacia el bien del prójimo y el respeto hacia la naturaleza. El llamado de Jesús se aplica a la capacidad de estructuración, no de la sociedad ni de algún pueblo determinado, sino de la persona individual, y como consecuencia es posible lograr una sociedad más justa. La conciencia de los derechos humanos y la democracia ha surgido sin duda alguna de las ideas y la práctica del evangelio. Sólo en este sentido el mesianismo de Jesús tiene significación y sólo así puede él ser llamado el Cristo.

Esta estructuración de la persona no la transforma en un ser superior, elegido o señalado por Dios, como supondría un creyente en la predestinación, o incluso un fariseo, sino que constituye simplemente el ropaje moral con el que una persona se debe revestir para ser aceptable por Dios, y este ropaje es de humildad y pureza. Nuestra experiencia y nuestra razón no nos entregan algún antecedente para referirnos a una existencia fuera de nuestro universo. Sin embargo, eso es precisamente lo que se puede derivar de la lectura del Evangelio acerca del reino de Dios.

Es posible pensar que la idea de participar del reino de Dios significa que sería posible que una persona pueda vencer a la muerte para siempre. Considerando que la mismidad no puede sub­sistir por sí misma, adquiriría una existencia dependiente del poder de Dios. La persona entraría en una existencia “gloriosa”, de completa autonomía e independencia respecto a las necesidades físicas y biológicas y de nuestro universo espacio-temporal. Esto es, una persona no continuaría su existencia en un lugar, ni tampoco subsistiría por una eternidad, pues estas son categorías propias de un universo en el cual funcionan los principios de la termodinámica y cuya relación de causa-efecto se manifiesta en el tiempo y el espacio. La vida gloriosa no vendría tras una resurrección de entre los muertos. Tal concepción proviene del pensamiento griego de considerar al ser humano como un compuesto de alma y cuerpo, y donde la muerte es una separación temporal de ambos componentes hasta su lógica y eventual reunificación mediante la resurrección.

Jesús habría sido el hombre señalado por Dios para proclamar un mensaje: todo ser humano, criatura racional, ha sido invitado por Dios para compartir su gloria en una existencia eterna y trascen­dente; además, esta existencia puede comenzar de manera embrionaria aquí y ahora. Su atributo de Mesías no puede ser el concepto fuerte que tenían los judíos de ser un liberador del pueblo de Israel. Sería más bien un Mesías que porta un mensaje de liberación de la muerte al hombre y la mujer de fe, al justo, al humilde, al caritativo, de cualquier época, raza, credo, lugar, para ser acogido en el reino de Dios. En este sentido, las distinciones excluyentes que hacen las grandes religiones (cristianos-paganos; judíos-gentiles; musulmanes-infieles) son contrarias al llamado divino.

Los textos más importantes del Nuevo Testamento son los evangelios sinópticos, y lo central en ellos es la idea de reino de Dios. Jesús explicaba en parábolas y todas ellas, sin excepción se refieren al reino de Dios, aunque no se exprese explícitamente. El reino de Dios tiene que ver con la vida y la libertad de los seres humanos. Precisamente, de esta enseñanza proviene el desarrollo conceptual de los derechos humanos en el ámbito político. Este mensaje está dirigido a los pobres, los indignos, los hambrientos, los enfermos, los desvalidos, los sometidos, los que sufren. La prédica de Jesús dignifica a los seres humanos y les confiere sentido pleno a sus vidas, y responde siempre a los anhelos humanos más profundos. Promete una existencia eterna en plenitud, siendo la muerte y el sufrimiento un paso necesario para ésta. El reino de Dios se hace presente en esta vida, no mejorando las condiciones de vida, sino que asumiendo estas condiciones, aunque sean extremadamente duras y precarias; da sentido y significado al ofrecer la paternidad divina al desvalido y prometer la vida eterna en el Paraíso. El reino de Dios se hace presente en la vida de la persona cuando ésta acepta su propia realidad y su propia herencia de ser una criatura sujeta a la naturaleza del universo. El reino de Dios puede estar en la persona más desvalida, miserable, agobiada, desprotegida, rechazada, fracasada y sufriente. De hecho, es más probable que esta persona tienda su mirada a Dios para su salvación.


El objeto de lo transcendente


El destinatario del mensaje de Jesús es el pequeño, el humilde. Ciertamente, quien llega a salvarse es quien tiene un corazón humilde y puro, se considera a sí mismo pequeño frente a Dios y posee la ingenuidad propia del niño para relacionarse con Dios. Pero, lo que finalmente distingue a Jesús de toda la tradición veterotestamentaria es que su prédica no se dirige a pueblos, como fue el caso de Isaías, Ezequiel, Elías y los demás profetas, sino que directamente a personas individuales. De ahí que invita a todos los seres humanos a participar del reino de Dios, apelando únicamente a la libertad personal de cada cual. El Dios predicado por Jesús no es el objeto de la mortificación, el sacrificio y la humillación, sino que es objeto de alegría para los seres humanos, sintiendo enorme gozo y disfrute. No es un ser justiciero, sino que es un padre amoroso. Jesús niega un Dios amenazador, que rechaza al perdido, que recompensa según los méritos. El Dios de Jesús es misericordioso y bondadoso como el mejor padre posible, siendo todos nosotros hijos de Dios y hermanos de Jesús. El Dios de Jesús y el de los fariseos se excluyen mutuamente. El mensaje es entendido por un ser humano individual cuando se transforma en persona, es decir, ejerce acciones intencionales y concibe lo transcendente. La persona se salva cuando se convierte personalmente al mensaje. De ahí que invita a todos los seres humanos a participar del reino de Dios, apelando únicamente a la libertad personal de cada cual.

Jesús habría sido el hombre señalado por Dios para proclamar un mensaje: todo ser humano, criatura racional, ha sido invitado por Dios para compartir su gloria en una existencia eterna y trascen­dente. La importancia de Jesús en la historia fue el abrir la cerradura, de recurso divino, de la puerta del reino de Dios a todos los seres humanos. La llave para la segunda cerradura la debe fabricar cada cual por sí mismo. Esta llave es el amor: amor al prójimo, amor a quien ofende, amor al enemigo, amor a sí mismo, amor filial, amor paternal, amor conyugal, amor a la creación, amor a la verdad, amor a la bondad. Todas estas acciones intencionales (libres y voluntarias), que se oponen al egoísmo, reflejan el amor a Dios. El ser humano no es un ángel caído, como supuso Pablo, sino que es el fruto sublime de la evolución del universo, y tiene además un destino transcendente porque es capaz e amar.

Jesús confiere un justo valor a la persona humana, valor que tradiciones de la teología eclesiástica, en especial la agustina, no da, seguramente por la fidelidad al Antiguo Testamento. A partir de la necesidad del pueblo de Israel de destacar el poder de su dios, se rebajó recíprocamente el valor del ser humano hasta llegar a suponer que nada bueno puede emanar del este ser tan perverso. Esta misma idea pasó a los Padres de la Iglesia, llegando a un extremo con san Agustín. Este complejo personaje que tanta influencia ha tenido en la historia de la Iglesia, para explicar la acción salvífica gratuita divina, supuso que el ser humano está tan corrompido después del Pecado Original, que nada en él puede ameritar o contribuir a su salvación.

Imbuidos en esta teología que supone que la humanidad es intrínsecamente pecadora y perversa, y ha sido toda ella condenada por el Pecado Original, existe una incomprensión absoluta de Jesús y su mensaje. Esta teología no logra entender que Dios, a través del anuncio de Jesús, quiso regalar una existencia plena y eterna a quienes decidieran reconocerlo, glorificarlo y ser consecuentes con ello. Estas acciones humanas provienen exclusivamente de su propia libertad y son necesariamente salvíficas, es decir, que sin ellas una persona no se salva. Una acción glorificadora de Dios por parte del ser humano debe necesariamente partir de su libertad personal y no de una supuesta perversidad intrínseca, como supuso el obispo de Hipona. El hecho de tener la capacidad para responder a la invitación divina, gratuita y salvadora para participar del Reino de Dios se traduce en una acción libre y también salvadora por parte del ser humano. Justamente, la negativa por parte de alguna persona a la invitación al banquete que hace Dios es una acción que emana de la libertad de la persona y no a su supuesta perversión. En la salvación participan tanto Dios como la persona. Si la persona no responde o si su respuesta es negativa, no hay salvación posible. La salvación significa resurrección en la gloria de Dios, y este estado o transformación no es automático, pues no está en la naturaleza del ser humano resucitar, siendo tan solo un animal, aunque tenga capacidad para pensar racionalmente.

En consecuencia, el punto clave de las enseñan­zas de Jesús fue hacer accesible una nueva y maravillosa dimen­sión a los seres humanos, que para la estructuración natural del universo es imposible: el acceso a la gloria de Dios y el compartirla. Contraria­mente a lo esperado por los judíos –la salvación inmanente del pueblo elegido–, Jesús predicó la salvación personal y trascen­dente a todos los seres humanos. Por lo tanto, el acento de la misión de Jesús no debe colocarse en su mesianismo ni en su supuesta divinidad, pero sí en la apertura de una transcendencia para las personas. Esta enseñanza es plenamente evidente tras la lectura de los evangelios, los que deben leerse con el mismo espíritu de un san Francisco de Asís, una santa Teresa de Ávila, una Madre Teresa de Calcuta y de tantos otros venerables seres humanos que por su misma humildad no ocupan lugares en los altares.

Es congruente la argumentación acerca de que el ser humano es el vástago de una ascendente evolución biológica que adquirió la capacidad para tener conciencia de sí y la posibilidad para estructurar una conciencia profunda, desde la cual llega a perci­bir una trascendencia a la que puede honrar, glorificar y desear. El sentido de su conocimiento y acción se vería frustrado sin la intervención divina que le tendiera un puente. En efecto, la vida natural de un ser humano transcurre, como la de cualquier otro animal, con una mezcla de gozos y sufrimientos, de buena y mala fortuna, de logros y fracasos, de heroísmo y cobardía, de buenas y malas acciones, pero en la que prima el deseo de vivir. Sin duda, al término de su vida, haciendo un balance entre lo positi­vo y lo negativo, un ser humano podría darse por satisfecho el haber vivido, por muy miserable que haya sido su existencia. No obstante, según entendemos el mensaje de Jesús, Dios quiso darle a cada ser humano, sin excepción, la oportunidad de una existencia gloriosa y eterna, pero bajo dos condiciones indispensables: primero, que lo desee y segundo, que lo amerite, es decir, que convierta su existencia en justicia y bondad. Y el ameritarlo es una consecuencia del desearlo responsablemente.

El ser humano no necesita de un alma, y menos de un alma inmortal, para ser expli­cado biológicamente. En consecuencia, los sistemas de pecado, infierno y dualis­mo de bien y mal no son sostenibles en esta concepción. Por el contrario, las acciones humanas más naturales responden a la satisfacción de sus necesidades de supervivencia y reproducción. Incluso toda la economía, la ética y la política encauza dichas acciones desde la perspectiva social. El mensaje de Jesús es una invitación a una “vida” en una dimensión que transciende los parámetros propios del universo material de espacio-tiempo. Jesús hace un llamado explícito a la persona para que se libere del condicionamiento genético que la impulsa a actuar en procura de su propia supervivencia. Afirmó: “Quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien perdiera su vida por mí (en razón de mi enseñanza), la salvará”, y tal es la clave de su mensaje, que es una invitación a una dimensión transcendente que necesariamente se impone sobre el determinismo biológico que estimula al individuo a actuar en procura únicamente de su super­vivencia y reproducción.

La religión

La religión divide a las personas en dignos e indignos, en respetables y miserables, en santos y pecadores. El dios de la religión condena, amenaza y castiga. La religión genera incesantes enfrentamientos, constituyendo a algunos en triunfadores y a otros en fracasados. Pero el reino de Dios no es para intachables, sino que para los despreciables, pues los intachables son esencialmente hipócritas que usan la religión para encubrir su propio narcisismo. La religión establecida sentencia a Jesús a muerte porque Jesús ataca la Ley que mata y esclaviza. Es el poder establecido que ve peligrar su posición de poder con las enseñanzas disolventes de Jesús. Jesús no muere en la cruz para la remisión de los pecados de los seres humanos, como sacrificio propicio a Dios, sino como consecuencia del contenido de un mensaje que remecía al poder establecido.

El ser humano no necesita de un alma, y menos de un alma inmortal, para ser expli­cado. En consecuencia, los sistemas de pecado, infierno y dualis­mo de bien y mal, espíritu y materia no son sostenibles en esta concepción. Por el contrario, las acciones humanas más naturales responden a la satisfacción de sus necesidades de supervivencia y reproducción. Incluso toda la ética encauza dichas acciones desde la perspectiva social. En cuanto la religión tenga por finalidad la subsistencia del grupo social a través de incentivar el cumplimiento de normas éticas, no responde precisamente a la invitación de Jesús a cada persona. Jesús fue ajeno a tales objetivos, pues no sólo la vida propuesta por él es una renuncia a la vida natural en cuanto se oponga a su invitación, sino que la realización plena de su invitación ocurre después de la muerte biológica de la persona. Jesús sería efectivamente el Cristo, el ungido de Dios, y el Mesías, el salvador, pero no para la solucionar nuestras dificultades de supervivencia y reproducción, ni menos la de la subsisten­cia y el desarrollo de la estructura social, sino que para hacernos accesible una vida que transciende nuestra propia vida natural. Toda persona, incluso la de origen más humilde, la más miserable en fortuna, la más enferma y limitada, es un invitado de honor al banquete de Dios. Según el evangelio los ricos y poderosos son aquellos que más provecho obtienen del mundo, pero que más dificultades tendrían para aceptar tal invitación.

La muerte de Jesús en la cruz no fue para redimirnos a causa de la desobediencia de la primera pareja de seres humanos, según lo ha interpretado tradicionalmente la Iglesia a partir de Pablo. La salvación no es un estado de existencia que se recupera a través del sacrificio del Cristo, el Dios encarnado, en la cruz tras el pecado y posterior castigo de Adán y Eva. El ser humano no fue creado perfecto, a imagen de Dios, ni posteriormente sufrió una caída por la cual mereció la muerte y el sufrimiento para toda la descen­dencia. Es probable que la pasión y la muerte de Cristo en la cruz tenga mucho menos significado que el que se le ha dado desde Pablo: reeditar el antropológico mito estereotípi­co sobre que en el origen del ser humano hubo un estado de armonía y paz, que fue perdido por su propia acción, y que ese mismo estado será recuperado al final.

La concepción a partir de lo que ha descubierto la ciencia es radicalmente distinta, pues destruye el mito del eterno retor­no. Por el contrario, de lo descubierto se puede inferir una dirección a una mayor estructuración a partir de un comienzo primordial simple. Debemos pensar que si hubo un acto de redención en la cruz, se estaría indicando la voluntad divina de hacer participar de su gloria eterna a este ser inteli­gente, con capacidad para estructurar su conciencia y ejercer acciones morales, con posteridad a su muerte biológica y siempre que tal ser sea justificado por dicha voluntad. Jesús fue cruci­ficado por la religión establecida, que procuraba la subsistencia del grupo social y cuyos miembros buscaban la supervivencia y la reproducción, porque él predicaba la renuncia de uno mismo para acceder al reino de Dios: “el que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mc 8,34).



Notas:
Este ensayo, ubicado en http://unihum8g.blogspot.com/, corresponde al Capítulo 3, “Jesús y lo transcendente”, del Libro VIII, La flecha de la vida (ref. http://unihum8.blogspot.com/).